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HOMILÍAS Y REFLEXIONES

Llamados a Evangelizar Participando en la Cruz de Cristo

Una reflexión del Padre Israel después de la Fiesta de la Exaltación de la Cruz - 14 Septiembre 2025

“Cuando sea levantado, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12:32) Nuestro Señor Jesucristo no sólo ha encomendado a la Iglesia la tarea de la evangelización como participación en su misma misión como el redentor de los hombres, sino que le ha legado lo esencial del método que necesita emplear para ello. Las diferencias en los métodos misioneros de la Iglesia en diferentes lugares y tiempos no pueden hacer a un lado las indicaciones de Cristo, el Apóstol del Padre.

Con motivo de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, reflexionamos en la homilía de las misas sobre aquello que nos permite celebrar algo que a primera vista es un instrumento de tortura como instrumento de salvación.

Cristo interpreta su propia cruz como el inicio de su glorificación. En efecto, la afirmación que hemos elegido como apertura de estas reflexiones nos habla del sacrificio del Calvario como dotado de un poder de atracción. No puede ser de otra manera, porque en la Cruz de Cristo se manifiesta de la manera más elocuente posible sobre esta tierra la Gloria de Dios.

Cicerón explicaba que la gloria consiste en una clara notitia cum laude, es decir, en la irradiación o notificación pública de la bondad o perfección de alguien o algo que provoca la alabanza en aquellos que son capaces de contemplarla.

Para comprender cómo la cruz de Cristo está conectada a la gloria de Dios, es decir, a la manifestación pública de la bondad de Dios para que pueda ser contemplada como el más bello espectáculo sucedido en este mundo, es imprescindible mirar al corazón del crucificado.

La humanidad de Cristo es el templo de Dios en el sentido más profundo del que puede hablarse. El santo de los santos de ese templo es el corazón del Salvador, es decir, su mente y voluntad humanas llenas de caridad. Los sufrimientos de la Pasión salvadora de Cristo han sido ofrecidos para glorificar al Padre con un corazón lleno de caridad. Es esa caridad la fuente de los méritos de la Pasión de Cristo.

Hay más amor en el corazón de Jesús que odio en el corazón de todos y cada uno de los pecadores que han vivido, viven y vivirán, incluidos hombres pecadores y demonios. De esa manera, el amor de Cristo glorifica más al Padre que todo el oprobio dado por el odio de los pecadores.

La Iglesia peregrina está llamada a participar de este culto en espíritu y en verdad participando de la caridad misma del corazón de Cristo y especialmente en la celebración de la Santa Misa en la que la vida de los fieles peregrinos está llamada a ser ofrecida en el altar junto con el sacrificio de Cristo. También la Iglesia peregrina ha de ser levantada para atraer a todos hacia sí resplandeciendo con la misma belleza de su Esposo.

Así dice el profeta Isaías a Jerusalén: “¡Levántate, resplandece, que ha llegado tu luz, y la gloria de Yahveh sobre ti ha amanecido! Pues mira cómo la oscuridad cubre la

tierra, y espesa nube a los pueblos, mas sobre ti amanece Yahveh y su gloria sobre ti aparece. Caminarán las naciones a tu luz, y los reyes al resplandor de tu alborada. Alza los ojos en torno y mira: todos se reúnen y vienen a ti.” (Is 60:1–4)

Los fieles de la Parroquia de San Cayetano estamos llamados a evangelizar siguiendo el mandato y el ejemplo del Señor. De cómo vivamos la cruz de cada día que el Señor nos invita a tomar, dependerá nuestra fidelidad a esa llamada o no. Ser crucificados con Cristo participando de la caridad de su sagrado corazón no es algo opcional para la auténtica evangelización.

Podemos tener la impresión de que la evangelización y el impulso misionero no es tan urgente en nuestra parroquia porque ya somos muchos y las misas están muy llenas. Pero esto es solo una ilusión. Cada día nuevos hermanos hispanos cuya identidad está profundamente anclada en la fe se están perdiendo. No podemos contentarnos con la fotografía de la Iglesia llena mientras se pierden tantos.

Les hago una invitación como padre espiritual de esta comunidad que sirve de conclusión práctica de estas pobres reflexiones. Elijamos una de esas cosas de nuestra vida que no nos agradan y dejemos de vivirla renegando o con resignación. Vivámosla con caridad, ofreciéndola en cada misa con el sacrificio de Cristo para la Gloria del Padre y la salvación de los hombres. Y, a la misma vez, invitemos al menos una persona a la Iglesia, a participar de la misa dominical.

Les aseguro que el Señor no nos defraudará y veremos los frutos de esta iniciativa. Además, el Señor nos ha prometido que cada vez que nos declaramos por Él ante los hombres, Él se declarará por nosotros ante su Padre. ¡Que Dios nos ayude a responder a esta llamada misionera a evangelizar! Amén.

Domingo de Ramos de la Pasión del Señor

13 de abril de 2025

Lucas 19:28-40; Isaías 50:4-7; Salmo 22:8-9, 17-18, 19-20, 23-24; Filipenses 2:6-11; Lucas 22:14—23:56

Cuando era diácono en Ascensión, me asignaron la tarea de ministrar la Adoración Nocturna. Una vez al mes, hacía la exposición solemne del Santísimo Sacramento con ellos y los acompañaba durante una hora en la adoración de nuestro Señor en la Eucaristía. De vez en cuando, me pedían que hiciera una pequeña procesión con el Santísimo. Siempre era una gran experiencia vivir una devoción eucarística con este grupo. Al terminar mi tiempo en la parroquia, me reuní con ellos para agradecerles su paciencia y su testimonio de fe. Me agradecieron a cambio. Pero en ese momento, recordé la entrada de Nuestro Señor en Jerusalén. Nuestro Señor entra en Jerusalén montado en un burro. La atención de la multitud no estaba en el burro, sino en Cristo. De manera similar, la atención de mi ministerio con este grupo está en Cristo. Yo era simplemente el recipiente, el "burro", que el Señor eligió para salir al encuentro de su pueblo.

Hoy celebramos el Domingo de la Pasión del Señor, también conocido como Domingo de Ramos. Marca el inicio de la Semana Santa, evento central de nuestra fe y de la historia de la salvación. En la liturgia de hoy, recordamos dos cosas: la Pasión de Cristo y la entrada de nuestro Señor en Jerusalén. Ambas están estrechamente relacionadas, ya que la entrada en Jerusalén marca el principio del fin del ministerio público de nuestro Señor, que culmina en la pasión, la crucifixión y la muerte. Jerusalén, la ciudad santa de Dios, recibe hoy con alegría a su rey. Las multitudes se reúnen y cantan himnos de alabanza a Dios al ver nuestra salvación cercana. Pero el Rey que esperan no entra en la ciudad santa con ejército, riquezas ni poder terrenal. No se enorgullece de sus logros temporales. No se jacta de las naciones que ha sometido violentamente a su poder. Más bien, el Rey esperado entra en un humilde burro, una bestia de carga. Entra sentado en la humildad y revestido de justicia. Esto es para cumplir las profecías del Antiguo Testamento, a saber, la de Zacarías 9:9: «¡Alégrate mucho, hija de Sión! ¡Grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí, tu Rey viene a ti; justo y salvador es él, humilde y montado en un asno, en un pollino, hijo de asna». Esperaban un rey mundano, pero en cambio, recibieron un Rey humilde que más tarde tomaría la cruz como su trono.

A veces podemos tener una visión distorsionada de quién es Cristo. Al igual que la audiencia a la entrada de Jerusalén y la crucifixión, podemos llegar a aceptar a Cristo y elegir seguirlo, y alejarnos de él cuando la vida se vuelve difícil, cuando no es el Cristo que esperábamos que fuera. Esto se evidencia en la forma en que tratamos a nuestro prójimo. Con quienes son fáciles de amar, es muy fácil reconocer al Señor en ellos. Pero, ¿con qué frecuencia deseamos crucificar a nuestro Señor en nuestros hermanos y hermanas a quienes odiamos? Una vez leí una reflexión sobre el Domingo de Ramos que sugería que la misma multitud que recibió a nuestro Señor con cánticos alegres era la misma que gritaba: "¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!". Nosotros mismos podemos ser incluidos en esa multitud por la forma en que amamos y odiamos a Dios y al prójimo. Nosotros, como el pollino, debemos llevar a nuestro Señor a lo largo de nuestras vidas. No podemos convertirnos en el centro de la fe, sino recordar siempre a quién debemos llevar y a quién debemos dejar que sea el centro de nuestras vidas. Nuestra forma de vivir, nuestra interacción con el prójimo y nuestra práctica de la fe deben ser siempre para llevar a Cristo donde más se le necesita. Hoy, queridos hermanos y hermanas, le pedimos al Señor la gracia de ser instrumentos que él pueda usar para entrar en la vida de los demás con humildad y rectitud.

-Padre Miguel Mendoza

Quinto Domingo de Cuaresma

6 de abril de 2025

Isaías 43:16-21; Salmo 126:1-2, 2-3, 4-5, 6; Filipenses 3:8-14; Juan 8:1-11

BENEDICTO XVI

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Quinto domingo de Cuaresma, 9 de marzo de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

En nuestro camino cuaresmal llegamos al quinto domingo, caracterizado por el Evangelio de la resurrección de Lázaro (Jn 11, 1-45). Se trata de la última señal realizada por Jesús, tras la cual los sumos sacerdotes convocaron el Sanedrín y deliberaron sobre su muerte, y decidieron matar al mismo Lázaro que era la prueba viviente de la divinidad de Cristo, Señor de la vida y de la muerte. De hecho, este pasaje evangélico muestra a Jesús como verdadero Hombre y verdadero Dios. En primer lugar, el evangelista insiste en su amistad con Lázaro y sus hermanas, Marta y María. Subraya que «Jesús los amaba» (Jn 11, 5), y por eso quiso realizar el gran prodigio. «Nuestro amigo Lázaro duerme, pero voy a despertarlo» (Jn 11, 11), dice a sus discípulos, expresando la perspectiva de Dios sobre la muerte física con la metáfora del sueño. Dios la ve exactamente como un sueño, del cual puede despertarnos. Jesús ha demostrado un poder absoluto respecto a esta muerte, como se ve al devolver la vida al hijo pequeño de la viuda de Naín (cf. Lc 7, 11-17) y a la niña de 12 años (cf. Mc 5, 35-43). Precisamente refiriéndose a ella, dijo: «La niña no está muerta, sino dormida» (Mc 5, 39), provocando la burla de los presentes. Pero en realidad es exactamente así: la muerte corporal es un sueño del que Dios puede despertarnos en cualquier momento.

Este dominio sobre la muerte no impide que Jesús sienta una sincera compasión por el dolor del desapego. Al ver llorar a Marta, a María y a quienes habían acudido a consolarlas, Jesús se conmovió profundamente y se turbó, y finalmente lloró (Jn 11, 33.35). El corazón de Cristo es divino-humano: en él, Dios y el hombre se encuentran perfectamente, sin separación ni confusión. Él es la imagen, o mejor dicho, la encarnación de Dios, amor, misericordia, ternura paterna y maternal, de Dios, Vida. Por eso, declaró solemnemente a Marta: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá eternamente». Y añade: «¿Crees esto?» (Jn 11, 25-26). Es una pregunta que Jesús nos dirige a cada uno de nosotros: una pregunta que ciertamente nos supera, supera nuestra capacidad de comprensión, y nos pide que nos confiemos a él como él se confió al Padre. La respuesta de Marta es ejemplar: «Sí, Señor; yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que venía al mundo» (Jn 11, 27). ¡Sí, Señor! Nosotros también creemos, a pesar de nuestras dudas y tinieblas; creemos en ti porque tienes palabras de vida eterna. Queremos creer en ti, que nos das una esperanza segura de vida más allá de la vida, de vida auténtica y plena en tu Reino de luz y paz.

Encomendamos esta oración a María Santísima. Que su intercesión fortalezca nuestra fe y esperanza en Jesús, especialmente en los momentos de mayor prueba y dificultad.

Cuarto Domingo de Cuaresma

30 de marzo de 2025

Josué 5:9a, 10-12; Salmo 34:2-3, 4-5, 6-7; 2 Corintios 5:17-21; Lucas 15:1-3, 11-32

Durante mis dos últimos años de seminario, fui asignado como seminarista y posteriormente como diácono transitorio a la Iglesia Católica de la Ascensión en Montbello, cerca del aeropuerto. Allí, tuve la increíble oportunidad de orar y ministrar a un grupo de la parroquia. El grupo se centraba en el duelo tras la muerte de un ser querido. Conocí a mucha gente de ese grupo y me hice muy amigo de algunos de ellos. Una familia del grupo estaba y sigue estando muy involucrada en la parroquia. Los conocí muy bien. A menudo daban testimonio de su vida y de cómo el Señor los llevó a un auténtico encuentro con Él y su amor. Todo comenzó cuando su hijo mayor murió en un tiroteo frente a su casa. Este trágico suceso provocó una gran conversión en la familia, pero en particular en la madre. Fue fascinante escuchar cómo perdonó a quienes mataron a su hijo e incluso les escribió mientras estaban en prisión. Quedó devastada cuando más tarde descubrió que quienes mataron a su hijo murieron en prisión. Fue increíble ver el efecto que el amor y la misericordia de Dios tienen en la vida de alguien. Este amor y esta misericordia son un reflejo de lo que vemos hoy en el Evangelio.

En el Evangelio de hoy, nuestro Señor nos cuenta la parábola del hijo pródigo. Un hijo le pide a su padre su herencia y se va a un país extranjero, donde la gasta todo. Hay hambruna en la tierra. Sin nada para sobrevivir, el hijo se encuentra trabajando con cerdos e incluso deseando comer lo que comen los cerdos. Reconoce su miseria y decide regresar a la casa de su padre. El padre lo recibe con gran alegría e incluso lo exalta a una dignidad superior a la anterior. Mientras tanto, el hijo mayor, que siempre fue fiel al padre, se enfurece y se niega a alegrarse por el regreso de su hermano. Esta parábola nos ayuda a comprender nuestra relación con Dios y cómo su amor y misericordia van más allá de nuestra propia ignorancia y pecado.

Algunos comentarios sobre esta parábola sugieren que el hijo pródigo, al pedir su herencia mientras su padre aún vivía, deseó que muriera, ya que la herencia se otorga al fallecer. Vemos la gravedad de los deseos y las decisiones del hijo. Pero también vemos las consecuencias de esas decisiones. Se encuentra en una tierra lejana, sin nada. Al verse miserable, desea regresar a la casa paterna, donde hasta el ganado tiene de sobra para comer. Nuestra experiencia con el pecado es la misma. Nuestros pecados, por pequeños que sean, siempre ofenden a Dios y dañan nuestra relación con nuestro Padre Celestial. Al igual que el hijo pródigo, podemos desear lo que creemos que es mejor, pero nunca es así. Intentamos encontrar la felicidad en las cosas y lugares donde Dios no está presente. Siempre nos encontramos en la miseria de nuestros pecados y nuestras malas decisiones. Pero es aún más terrible que a veces creamos estar cómodos en nuestra miseria. Sin embargo, debemos tomar el ejemplo del hijo pródigo y pensar en la abundancia de bondad que hay en la casa del Padre. Cuando el hijo pródigo llega a la casa del Padre, es recibido con amor y misericordia. Se viste con las mejores ropas y recibe un anillo de su padre. En la antigüedad, el anillo daba autoridad para firmar o sellar documentos legales en nombre de alguien poderoso. ¡Incluso recibió la autoridad del padre sobre sus posesiones! Solo en Dios podemos encontrar la verdadera felicidad, la verdadera bondad y la verdadera plenitud. Durante este tiempo de Cuaresma, tenemos la oportunidad de experimentar una verdadera conversión y acercarnos al sacramento de la confesión. La confesión nos da la oportunidad de regresar a la casa del Padre. Al igual que el hijo pródigo, recibimos una mayor dignidad, nos revestimos de Cristo y somos recibidos como hijos e hijas del Padre. Ahora es el momento de buscar el perdón de Dios y perdonar a quienes nos ofenden. Si ha pasado mucho tiempo desde la última vez que confesamos nuestros pecados, ahora es el momento de hacerlo. Aquí en San Cayetano, tenemos la gran fortuna de tener confesiones todos los días de la semana, especialmente los domingos. Los animo, mis queridos hermanos y hermanas, a buscar el amor y la misericordia de Dios en este gran sacramento.

-Padre Miguel Mendoza

Tercer Domingo de Cuaresma

23 de marzo de 2025

Éxodo 3:1-8a, 13-15; Salmo 103: 1-2, 3-4, 6-7, 8, 11; 1 Corintios 10:1-6, 10-12; Lucas 13:1-9

De pequeño, recuerdo que a mi padre le encantaba la jardinería. Le encantaba recoger la cosecha y prepararla para obtener algo delicioso. En primavera, iba a la tienda a comprar semillas para empezar a cultivar sus calabazas, jalapeños, sandías y tomates. Al final de la temporada, la producción era abundante. Recuerdo que a menudo producía las verduras más grandes y mejores que jamás había visto. Pero cultivar la tierra y cuidar las plantas requería mucho trabajo, trabajo que al final daba sus frutos. Siempre estaba atento a cualquier cambio drástico en el clima que pudiera matar sus plantas o a cualquier plaga que dañara los productos. Pero veía el fruto de su trabajo en abundancia. En el Evangelio de hoy, nuestro Señor nos ofrece una imagen de esto.

Cristo nos da la parábola de una higuera. Un hombre fue a buscar fruto de su higuera, pero esta no dio. Por eso, le pidió al jardinero que la cortara. Sin embargo, el jardinero le pidió que le permitiera cultivar la tierra y fertilizarla para que diera fruto en el futuro. Si no, la cortó. Esto es muy similar a otro relato de los evangelios, cuando nuestro Señor fue en busca de fruto en una higuera y no lo encontró; el Señor maldijo la higuera por no dar fruto, y la higuera se secó y murió. Es importante destacar la esterilidad de las higueras en ambos relatos. Mis queridos hermanos y hermanas, vemos la importancia de fertilizar y cultivar la tierra para que dé mucho fruto.

La higuera que vemos en las dos historias que he mencionado representa la esterilidad espiritual de Israel. Sin embargo, esto no solo aplica al Israel infructuoso, sino también a nosotros. En el Evangelio de Juan, nuestro Señor nos recuerda que él es la vid y nosotros los sarmientos. Todos los que permanecen en nuestro Señor dan mucho fruto, y quienes no, serán cortados y arrojados al fuego. En cuanto a nosotros, debemos esforzarnos siempre por producir mucho fruto permaneciendo con nuestro Señor. Sin embargo, debemos saber cómo cultivar y fertilizar adecuadamente la tierra de nuestra alma para que produzca mucho fruto. La semilla que el Evangelio de Cristo planta en nuestros corazones primero debe germinar. Esto se logra mediante la práctica de la fe. Cultivamos y fertilizamos nuestros corazones mediante la práctica de escuchar la palabra de Dios, orar y, especialmente, participar en el santo sacrificio de la Misa. Sin embargo, no solo permitimos que la palabra de Dios penetre en nuestros corazones, sino que también debemos permitir que actúe en nuestras vidas. Es completamente inútil escuchar constantemente la palabra de Dios, estudiar las Sagradas Escrituras y asistir a Misa si no permitimos que estas experiencias transformen nuestras vidas. El Papa Francisco lo expresó con gran belleza cuando, refiriéndose a la Eucaristía, afirma que «[la Eucaristía] transforma nuestra vida en un don a Dios y a nuestros hermanos» y que nos pone «en sintonía con el corazón de Cristo». Estos, queridos hermanos y hermanas, son los frutos que el verdadero católico debe producir. Durante la Cuaresma, se nos presenta la importancia de la oración, el ayuno y la limosna. Considerando la importancia de que el discípulo dé fruto, debemos considerar cómo podemos hacerlo durante este tiempo de Cuaresma. La oración debe ser el fundamento de nuestras vidas. Sin ella, no tenemos tierra fértil en la que podamos confiar para dar fruto. El ayuno nos permite cultivar y fertilizar la tierra. La limosna, es decir, dar a los necesitados, se convierte en el fruto que se nos pide producir. Los invito, queridos hermanos y hermanas, a considerar cómo están cultivando y dando fruto en su vida de fe durante esta Cuaresma. No nos presentemos ante el Señor Resucitado con las manos vacías en Pascua, sino con mucho fruto.

Segundo Domingo de Cuaresma

16 de marzo de 2025

Génesis 15:5-12, 17-18; Salmo 27:1, 7-8, 8-9, 13-14; Filipenses 3:17—4:1; Lucas 9:28b-36

Hace unos años, tuve el gran privilegio de peregrinar a Tierra Santa con algunos feligreses. Uno de los lugares sagrados que visitamos fue la iglesia en la cima del Monte Tabor. La iglesia era hermosa y estaba rodeada de ruinas. Recuerdo que nuestro guía nos llevó a una ruina en particular que tenía una losa de piedra en el suelo. Según algunas tradiciones, se considera que la losa de piedra fue el lugar exacto donde Nuestro Señor se transfiguró ante sus apóstoles. Esto se debía a que era el punto más alto del monte. Desconocemos el lugar exacto donde Nuestro Señor se paró y se transfiguró ante sus discípulos. Sin embargo, es interesante considerar que, para algunos, la tradición de que Nuestro Señor se paró en el punto más alto para revelar su gloria muestra el intento de preparar a sus discípulos para experimentar su sufrimiento, el punto más bajo de la vida de Nuestro Señor.

Es importante notar lo que sucedió en los versículos previos al Evangelio que leemos hoy. Justo antes de la Transfiguración, Jesús comenzó a revelar a sus discípulos que sufriría mucho, sería rechazado por los ancianos, sería asesinado y resucitaría al tercer día. Esto causó mucho temor en los discípulos mientras lidiaban con esta inquietante revelación de nuestro Señor. Mateo y Marcos incluso incluyen que Pedro intentó evitar que nuestro Señor experimentara su pasión, lo que resultó en una reprimenda. Nuestro Señor, sin embargo, se mantiene firme e incluso prepara a tres de sus discípulos para este gran evento. El Evangelio de hoy nos dice que nuestro Señor lleva a Pedro, Juan y Santiago a la cima del monte donde se transfiguró ante ellos. Moisés y Elías aparecen y nuestro Señor conversa con ellos sobre su pasión. Lleno de alegría, Pedro exclama: «Maestro, qué bueno que estemos aquí; hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Vemos muchas conexiones entre la escena de la Transfiguración y la agonía en el huerto. Primero, Pedro, Santiago y Juan son elegidos para ambos eventos. Segundo, los tres apóstoles se duermen mientras el evento está ocurriendo. Tercero, ambos eventos ocurren en una montaña: el Monte Tabor y el Monte de los Olivos. Estas similitudes nos ayudan a comprender lo que nuestro Señor está haciendo. Él está preparando a Pedro, Santiago y Juan para presenciar su pasión al revelar su gloria. Al vislumbrar su gloria y divinidad, los tres apóstoles estaban mejor preparados para comprender la extensión y la profundidad de la obra redentora de Cristo en su sufrimiento, muerte y resurrección. Sin embargo, como vemos más adelante, todos los discípulos se van excepto Juan. Aunque Pedro y Santiago fueron testigos de la Transfiguración, la resurrección de la hija de Jairo y la agonía en el huerto, no estaban preparados para acompañar a nuestro Señor en la pasión.

Queridos hermanos y hermanas, a menudo nos encontramos en la misma situación que Pedro y Santiago. Nuestro Señor nos da momentos a lo largo de la vida en los que podemos experimentar su gloria, su paz y su amorosa presencia, como Pedro, Santiago y Juan experimentaron en el Monte Tabor. Estos momentos son de gran alegría y podemos desear acampar en la presencia del Señor Transfigurado. Sin embargo, cuando se nos pide acompañar a nuestro Señor en su pasión, tomando nuestras cruces y siguiéndolo, las cosas pueden complicarse. En el Evangelio, vemos que Pedro desea acampar tres tiendas para hospedar a nuestro Señor, Moisés y Elías. Al acampar, deseamos permanecer en un lugar durante un largo período de tiempo. Cuando experimentamos la alegría y la gloria de Cristo en nuestras vidas, se nos da la oportunidad de acampar y morar en ellas. Esto nos da la oportunidad de recordar constantemente la gloria de Cristo, incluso en medio del sufrimiento. Esos momentos preciados pueden convertirse en un oasis en los momentos difíciles de la vida. Sin embargo, como seguidores de Cristo, también estamos llamados a encontrarnos con nuestro Señor y a seguirlo en nuestros sufrimientos. Los santos enfatizaron con frecuencia la importancia de unir nuestros sufrimientos a la pasión de Cristo. Vivir como buenos discípulos de Cristo es vivir con, en y por Cristo en todos los aspectos de nuestra vida. No se puede experimentar la resurrección sin experimentar la pasión. No se puede experimentar la pasión sin experimentar primero la gloria de Cristo Transfigurado.

-Padre Miguel Mendoza

Primer Domingo de Cuaresma

9 de marzo de 2025

Deuteronomio 26:4-10; Salmo 91:1-2, 10-11, 12-13, 14-15; Romanos 10:8-13; Lucas 4:1-13

En mi primer año de seminario, tuve el gran privilegio de realizar un retiro en silencio de 30 días como culminación de todo el primer año, conocido como el Año de Espiritualidad. Recuerdo que la primera semana del retiro se centró en orar y establecer un fundamento de quién soy ante Dios. Este fundamento es importante porque proporciona una base sólida sobre la cual apoyarme cuando la oración se vuelve árida y estéril, cuando la vida se vuelve difícil y cuando la cruz se vuelve pesada. Entonces, ¿cuál es el fundamento que aprendí en mi retiro en silencio de 30 días? La respuesta es simple: tú y yo somos hijos amados de Dios. Basado en esta verdad, el resto del retiro se centró en profundizar en ella y vivir conforme a ella.

En el Evangelio de hoy, vemos esta identidad puesta en duda. Si observamos los versículos anteriores del Evangelio de Lucas, vemos que Nuestro Señor acepta ser bautizado por Juan el Bautista en el río Jordán. San Lucas señala que durante este importante evento, el Espíritu Santo desciende sobre Nuestro Señor en forma de paloma y se oye una voz del cielo que proclama a Cristo como el Hijo amado del Padre, en quien el Padre tiene complacencia. En el Evangelio de hoy, que cronológicamente ocurre justo después del bautismo de Cristo, Nuestro Señor es llevado por el Espíritu al desierto. Después de cuarenta días de ayuno y oración, el tentador se acerca a Nuestro Señor. Es importante notar cómo el diablo comienza sus tentaciones. «Si eres Hijo de Dios», dice, «ordena a esta piedra que se convierta en pan». La primera y la última tentación comienzan con esta frase: «Si eres Hijo de Dios…». Las tentaciones comienzan intentando sembrar la duda sobre esta importante identidad como Hijo de Dios. Nuestro Señor, firmemente arraigado en su identidad como Hijo amado de Dios, responde a cada tentación centrándose en su relación con el Padre. Conoce el valor de la palabra del Padre, la importancia del lugar que ocupa en su vida y la confianza plena en su Padre celestial.

Hermanos y hermanas, de forma similar, a menudo somos tentados. Las tentaciones casi siempre parecen ser un eco de las tentaciones del diablo que vemos en el Evangelio de hoy. En general, las tentaciones son una forma de persuadirnos de que un bien insignificante y temporal es mejor que el Bien Supremo, es decir, Dios mismo. Las tentaciones ofrecen la oportunidad de encontrar nuestra identidad, nuestra pertenencia y nuestro valor en otras cosas. En las tentaciones de Cristo, el diablo presenta tres cosas que ofrecen tales oportunidades: la carne, el mundo y nosotros mismos. Al tentar a Cristo a convertir las piedras en pan, el diablo ofrece el placer de nuestra carne. En nuestras propias vidas, a menudo vemos esto en forma de placeres corporales que nos alejan de Dios. La segunda tentación que el diablo presenta a Nuestro Señor es la presentación de los reinos del mundo y sus riquezas. Cuando los placeres corporales no parecen suficientes, a veces podemos caer víctimas del deseo por las cosas terrenales. El mundo siempre contradice el mensaje del Evangelio y la vida en Cristo siempre se percibe como algo repulsivo. Pero para el verdadero hijo e hija del Padre, el mundo y todo lo que hay en él es vano y vacío. La última tentación presenta un gran placer para el ego. Cuando la carne y el mundo no nos satisfacen, se presentan tentaciones a nuestro orgullo. El orgullo, que es la madre de todo pecado, puede entrar fácilmente en el corazón del seguidor de Cristo y corromperlo. Es posible que intentemos encontrar nuestra identidad en las cosas que hacemos, en quiénes somos sin Cristo, en lo que logramos y en cómo nos aman los demás. A menudo podemos intentar buscar la admiración de los demás basándonos en nuestras cualidades y nuestra identidad, que no incluye nuestra identidad en Cristo. Pero debemos recordar siempre que obtenemos nuestro valor, nuestra identidad y nuestro amor inagotable solo de Dios. Nuestra identidad esencial y fundamental brota de esto. En Cristo, somos hijos e hijas amados de un Dios amoroso y bueno. Eso es suficiente.

-Padre Miguel Mendoza

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